domingo, 29 de mayo de 2011

La estación

   Cuando vi esta postal de la antigua estación, me vinieron a la memoria muchísimos recuerdos de mi infancia.  Desde siempre he sentido una gran fascinación por  los lugares donde se agolpan viajeros.
  Apenas contaba nueve o diez años,  y en las larguísimas tardes de verano me gustaba mucho ir a la estación, con mi merienda de pan con chocolate y ocasionalmente con alguna amiguita que no le aburriera en exceso sentarse en un banco y pasar horas, simplemente mirando.
   Recuerdo que la estación  era oscura y mugrienta, con un olor poco agradable y que estaba siempre llena de emigrantes, a la espera de poder pasar la frontera. Recuerdo sus ojos tristes y la maleta de madera fuertemente atada con una cuerda, supongo que para que no se les escaparan las ilusiones que seguramente llevaban cosidas a la piel y a sus escasas pertenencias.
   ¡Dios! Era mejor que jugar. Que envidia me daban todas aquellas personas que  iban y venían, que dormían en el suelo y que comían chorizo, cortándolo con una navajilla sobre un trozo de hogaza.
   Mi espíritu nómada deseaba poder subir a uno de aquellos trenes que partían lejos, a Francia y Alemania, decían.  ¡Que suerte! Irte a la aventura. Conocer otros países y nuevas costumbres.
   Ahora, me siguen gustando las estaciones y conservo la misma manía, de observar a la gente e imaginar  de donde vienen y hacia donde  van. Que amores habrán dejado tras de sí, o si alguno nuevo les estará esperando. Me digo: Mira ese, tiene toda la pinta de que le ha dejado su mujer. Y esa otra, con el traje de marca y maletín de piel de la buena, seguro, seguro que es abogada. Y aquella negrita que está sentada con un par de críos y un vientre enorme, no se… ¿Qué será? Y el rumano que está tocando el acordeón y la china que vende flores ¿Tendrán estudios?  A lo mejor el acordeonista es ingeniero y la chinita, tan delicada, tan frágil, le pega muchísimo ser bailarina, aunque también podría ser una geisha, pero que digo, las geishas son japonesas.
   No se  a que se dedicarán, ni la negrita, ni la china, ni el rumano, ni el marroquí; lo que si se, es que son emigrantes, igual que aquellos  a los que yo me hubiera unido de niña, aquellos a los que yo tanto envidie porque partían lejos, ignorando que cuando un expatriado abre su maleta  en un país que no es el suyo, el alma se le vuela hasta el lugar del que partió y que la nostalgia se instala en su corazón como un inquilino indeseable del que no pueden desprenderse.

1 comentario:

Maria Corleone dijo...

Para mi las estaciones de tren también son un lugar mágico, un lugar único donde se abren las puertas a otras dimensiones geográficas y culturales. pero, sobre todo, personales. No sé como se consigue, pero está claro que ocurre en ellas más en ningùn otro lugar, Entre vías, andenes, trenes y maletas parece que la memoria, las emociones, sentimientos y pensamientos de la gente que las transita comiencen y llenen la atmósfera de verdades a gritos y penas e ilusiones que aún escondidas se fugan buscando el hierro de techos y estructuras. Desde allí, tampoco sé cómo, retansmiten la vida de cada pasajero con total impudicia. Sólo hay que tener corazón de niña y sentarse en un banco para verlas. Cuanto me hubiese gustado ir contigo a tu estación y traerte a la mía,.
Besos, amiga mía. Sigue po favor, no pares.